domingo, 22 de mayo de 2011

«No hay mañana»


Nos despedimos con un cariñoso abrazo hacia las cuatro de la madrugada. Podía recordar perfectamente el sonido de sus pasos, desvaneciéndose escaleras arriba mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. «Adiós, niño», fue lo último que le escuché decir. Estaba seguro de todo eso. Sin embargo, seis o siete horas después todavía estábamos allí, conversando tranquilamente en el portal de su piso, y seguía siendo noche cerrada. Ni siquiera el tema de conversación había cambiado: aún trataba de convencerla de que si lo deseaba con todas sus fuerzas no habría mañana, y no tendría que preocuparse de madrugar para llegar a tiempo a una clase de no sé qué asignatura. Alba me miraba incrédula.

--------‒Ale, ojalá fuera cierto lo que dices, pero la cruda realidad es que dentro de menos de cuatro horas sonará el despertador, y tendré que ir a la facultad me guste o no.

--------‒¿Cómo puedes estar tan segura? Que hasta ahora haya ocurrido así no quiere decir nada. Las cosas pueden cambiar si uno lo desea de corazón.

--------‒No todas, Ale ‒repuso haciendo oscilar el dedo índice ante mis ojos‒. El tiempo no lo podemos detener.

--------‒¿Ah, no? Pues quizás incluso haya ocurrido ya sin que lo sepas. ¿Acaso no recuerdas haberte despedido de mí hace un rato para irte a dormir?

--------Por un brevísimo instante, noté que me miraba algo confusa, como si acabara de experimentar un déjà vu, pero enseguida recuperó su expresión habitual. Fue entonces cuando una ráfaga de viento la hizo estremecerse.

--------‒Tengo mucho frío...

--------‒¿Por qué? Si estamos en el asiento trasero del coche... Aquí no hace frío.

--------‒Ya, hombre, pero en el portal sí que lo hacía. Aquí dentro estoy bien.

--------‒¿Y cuándo hemos subido al coche, Alba? ¿Recuerdas haber caminado desde el portal hasta aquí y haber entrado?

--------‒¡Ay, chico, qué pesado eres! Haces unas preguntas más raras... Pues no, no lo recuerdo, pero porque habremos venido hablando y estaría distraída. No le des tantas vueltas a todo.

--------‒Dime al menos por qué estamos en el coche, si es que lo sabes.

--------‒Pues porque iremos a algún sitio, supongo.

--------‒¿Y cómo vamos a hacerlo en un vehículo que sólo tiene parte trasera?

--------‒¿Cómo que sólo...?

--------En ese momento, la expresión de su rostro se transformó por completo. Alzó la mirada y comprobó que donde deberían estar los asientos del conductor y del copiloto no había nada. Y al decir nada no me refiero a que simplemente faltasen los asientos, sino a que toda la parte delantera del coche no existía. Y en el espacio que ésta debería ocupar, sencillamente no había nada. Tampoco la calle continuaba en ese sentido, pues la calle sería algo. Y allí no había nada. Alba contempló aquella escena boquiabierta durante un par de segundos, con sus enormes pupilas aún más dilatadas que de costumbre, pero luego tuvo que apartar la vista, pues no hay ojos sensatos que puedan resistir conscientemente la visión del espacio no creado. Después, como si nada hubiera ocurrido, se giró de nuevo hacia mí.

--------‒¿Es que no vas a beberte ese té de zanahoria? ‒exclamó.

--------Divertido, bajé la mirada hacia la mesita redonda en la que ahora tenía apoyados ambos codos, sólo para comprobar que en ella reposaban sendas tazas de té. Después miré a nuestro alrededor. No había duda, nos encontrábamos en la plaza de El Salvador, pero seguía siendo de noche y se hallaba completamente desierta. Excepto por nosotros, claro. Por lo demás, el silencio y la tranquilidad eran tales que incluso se podía escuchar a la calle respirar.

--------‒Ahora mismo me lo tomo, Alba. Pero sólo si eres capaz de explicarme cómo y cuándo hemos llegado a esta plaza y, sobre todo, de dónde diablos ha salido el té. Antes de contestar, medítalo despacio y no te ofusques.

--------Esta vez, lejos de enfadarse, me miró realmente sorprendida. Aún tardó algunos segundos en responder.

--------‒No lo sé, Ale ‒repuso por fin llevándose una mano a la frente, divertida a la vez que perpleja por su propia confusión‒. Ahora que lo pienso, la verdad es que no recuerdo haber venido en coche ni andando, y mi piso queda muy lejos de aquí.

--------‒No lo recuerdas porque ese trayecto no ha existido. Es lo que se llama una elipsis.

--------‒¿Una elipsis?

--------‒Alba, estás dentro de mi sueño ‒dije tranquilamente mientras removía el té con la cucharilla‒. Y en los sueños, conceptos como los de tiempo y espacio carecen de importancia y no suponen obstáculo alguno. Tal y como te prometí, no hay mañana. No mientras dure el sueño. Aquí no existen más límites que los que marque nuestra imaginación.

--------Cuando volví a mirarla, Alba tenía una expresión radiante. Su escepticismo había desaparecido por completo y ahora se mostraba dispuesta a entrar en el juego, ya sin ningún tipo de atadura. Pero lo que más me sorprendió fueron sus pupilas. La niña de sus ojos había crecido tanto que amenazaba con eclipsar por completo el iris. Nunca antes había visto algo así en los ojos de nadie. Ni siquiera en sueños.

--------‒No tendrías que haberme contado que esto es un sueño ‒exclamó con encantadora arrogancia‒. Al hacerlo me has dado poder, Niño, y ahora tendrás que compartir las riendas conmigo.

--------‒Es justo lo que buscaba ‒respondí con una sonrisa de oreja a oreja al tiempo que me ponía en pie y colocaba los brazos en jarras‒. Así es mucho más divertido. Si una sola imaginación ya no tiene límites, imagina dos juntas.

--------En ese momento, comprobé sorprendido que volvíamos a estar frente al portal del piso, y esta vez estaba casi seguro de que no lo había hecho yo. Observé que Alba me miraba de reojo mientras trataba de ahogar una risita tapándose la boca con las manos.

--------‒¿Es eso todo lo que eres capaz de hacer? ‒exclamé‒. Pues valiente chorrada. ¡Esfuérzate más!

--------‒¡Ahora verás, niñito mimado! ‒gritó ella en plan competitivo.

--------Entonces, su pequeño cuerpo comenzó a aumentar de tamaño hasta alcanzar mi estatura. Pero no paró ahí, sino que siguió creciendo y creciendo hasta situarse al mismo nivel que las farolas. Para entonces, yo apenas le llegaba a las espinillas.

--------‒¡Eh, renacuajo! ¿Qué te parece esto? ¡Menuda gozada! A ver si eres capaz de superarlo ‒vociferó.

--------En vez de responderle, me limité a hacer lo que mejor se me daba y lo que más sorprendía a los novatos: como quien ha de emerger del fondo de una piscina, agité ligeramente los brazos para tomar impulso y me elevé con elegancia hasta alcanzar la altura de su mirada. Una vez allí, esbocé media sonrisa y crucé los brazos, mirando fijamente a la gran niña de sus ojos.

--------‒¡Qué guay, Ale! ¡Yo también quiero volar! ‒Exclamó entusiasmada.

--------Y se puso a dar saltos con aquél cuerpo descomunal como si tal cosa. Resultaba bastante divertido presenciar sus frustrados intentos de elevarse por los aires, pues lo único que conseguía era agrietar ruidosamente el asfalto al caer. Al cabo de un rato se rindió, retornó a su estatura normal, se encogió en el suelo abrazada a sus propias rodillas y comenzó a sollozar. Casi se me partió el corazón al verla así, y me arrepentí por completo de mis carcajadas.

--------‒Alba, no hay razón para llorar ‒le susurré con ternura acuclillándome a su lado‒. Volar en sueños no es tan sencillo como hacerse gigante o como cambiar de escenario, y requiere cierta técnica, pero puedo enseñarte si quieres. ¡Ya verás qué bien lo pasamos!

--------Al oír estas palabras levantó un poco la cabeza, se enjugó las lágrimas y sonrió. Pensé que se había calmado, pero de pronto, sin previo aviso, comenzó a sollozar de nuevo aún con más fuerza.

--------‒Niña, ¿por qué lloras? ‒le pregunté dulcemente‒. Ya he prometido enseñarte a volar.

--------‒Ahora no lloraba por eso. Lloraba porque siento que este sueño está llegando a su fin, y no quiero que se acabe ‒musitó con la voz entrecortada por el llanto.

--------‒¡Oh, pero eso no debe preocuparte! Aquí las cosas nunca se terminan de verdad, y podrás volver siempre que quieras. ¡Además, aún no has visto casi nada!.

--------‒¿Hablas en serio? ‒preguntó con una sonrisita ilusionada temblándole en los labios‒. ¿Y cómo conseguiré llegar de nuevo?

--------‒Es muy sencillo ‒le susurré guiñándole un ojo‒, sólo tienes que desearlo con todas tus fuerzas antes de irte a dormir.

--------Un instante después, todo aquello se había desvanecido para siempre...

¿O tal vez no?



martes, 17 de mayo de 2011

La pequeña puerta del «Seiscientos seis»


«¡Ehte partío ehtá ganao ya!», exclamó Lolo, con pasmosa seguridad, mientras se apretaba con fuerza el nudo del pañuelo que le cubría la cabeza, para después añadir: «Eso sí, loh ehpañole siempre tenemo que sufrí ante de ganá. ¡Tié que corré la sangre!». Aquel personaje apenas levantaba un metro sesenta del suelo, pero armaba más escándalo que mil demonios juntos. Rondaría los cincuenta y cinco años, y probablemente era pescador, como casi todos los clientes de aquella polvorienta taberna del gaditano barrio de La Viña. Mi padre y yo habíamos terminado allí después de recorrer todo el casco antiguo en busca de algún bar donde poder ver la final del Mundial, pero, al ser domingo, la mayoría estaban cerrados, y los que permanecían abiertos se hallaban demasiado abarrotados como para que cupiese siquiera un alfiler. Por fin, cuando sólo faltaba un minuto para el comienzo del partido, dimos con aquel singular antro, sobre cuya minúscula puerta colgaba un letrero, viejo y descolorido por el sol —sólo se apreciaban tonos azulados, en el que podía leerse, sencillamente, «Bar 606». Dentro habría unas quince personas, todas de muy baja estatura, como si estuviesen hechas a medida de la puerta. Mi padre y yo, que a su lado debíamos de parecer gigantes, nos sentamos en una de las mesas del fondo y pedimos sendas jarras de cerveza y media ración de chocos. Mientras nos servían, el juego dio comienzo, pero a mí, personalmente, me interesaba mucho más el espectáculo externo al televisor, el de aquellos individuos a la vez humildes y orgullosos, que se gritaban entre ellos y a la pantalla a la espera de ver cumplido su sueño y, supuestamente, el de gran parte de los españoles: que nuestra selección ganase el Mundial.

--------El elenco de personajes allí congregado resultaba, cuando menos, curioso. En primer lugar, tras dar un largo trago a la jarra de cerveza, mi mirada se detuvo sobre un tal Vicente, que había acudido a la taberna acompañado de su señora y su hijo, ambos con la camiseta de España. Él, sin embargo, vestía un simple polo amarillo, raído. Su rostro, enmarcado por una barba corta y prematuramente blanca, se hallaba en extremo curtido por el sol, y en el antebrazo derecho llevaba tatuada un ancla, igual que Popeye el marino, aunque en un brazo considerablemente más delgado. Vicente se erigió, desde el primer momento, como el iniciador de todos los cánticos, como aquél tan característico que decía “¡Y olé y olé y Holanda y olé, que Holanda va perdé, que va perdé, que va perdé!”. En un momento dado, en medio de la algarabía organizada, le gritó a otro sujeto, que bailoteaba de espaldas bajo el televisor, que por qué coño llevaba puesto un chaleco naranja el color de Holanda y que si no se lo quitaba lo iban a echar de allí a patadas. Entonces, el tipo aquel se dio la vuelta riendo a carcajadas y se aproximó a Vicente, todo esto sin dejar de bailar. Resultaba obvio que eran amigos. «Visente, pisha, que ehta finá ya eh nuehtra», le susurro con complicidad cuando estuvo cerca suyo. Ése era Lolo, y a partir de aquel momento se convertiría en el indiscutible alma de la fiesta. Era muy bajo y menudo, incluso más que el resto de sus colegas pescadores, pero se notaba por el grosor de sus brazos y de su torso que, aunque contrahecho, en su juventud debió ser bastante fornido. En cualquier caso, de lo que no cabía duda, vista su indumentaria, es de que carecía por completo de sentido del ridículo: el chaleco, sin mangas, lo llevaba completamente abierto, dejando ver con claridad varias cadenas de oro muy ostentosas que pendían de su escuálido cuello. Además, el infame naranja de la prenda que evidentemente se había puesto para crear polémica, contrastaba vivamente con las numerosas banderas de España que se había pintado por todo el cuerpo y, sobre todo, con el pañuelo de la Selección que llevaba fuertemente anudado al cráneo y que le confería un aire de rocambolesco piratilla. Toda una personalidad donde las haya.

--------Además de Lolo y de Vicente, había allí otros dos o tres individuos dignos de descripción. El primero de ellos, de nombre Agustín, gastaba una suerte de porte extrañamente distinguido. Aunque bastante más delgado, me recordaba mucho a un profesor de la facultad, estirado y relamido, que me había dado clase de relaciones internacionales. Las mismas gafas de fina montura dorada, el mismo pelo canoso cuidadosamente peinado... ¡La misma cara! Incluso llegué a pensar si podía tratarse de su hermano. No obstante, deseché tal hipótesis tan pronto como lo vi desplazarse, mamado hasta el punto de que a duras penas podía sostenerse sin ayuda. Mi profesor, con toda probabilidad, no sólo debía ser abstemio, sino que seguramente toda su familia pertenecía al Opus Dei. Este individuo, por el contrario, era un pescador borrachín de tres al cuarto, pero parecía mucho más dichoso que aquél. Cuando estuvo cerca de Vicente y de Lolo, se levantó alegremente la camiseta y, mostrando un famélico tronco, exclamó: «¡No voy a pará de tocá la guitarra hahta que Ehpaña marque un go!». Y mientras decía esto, comenzó a aporrear frenéticamente sus pronunciadas costillas como si de las cuerdas de una imaginaria guitarra se tratase. Al contemplar tal escena, la tasca al completo estalló en una estridente carcajada.

--------El que reía con más fuerza se llamaba Gregorio, y también había atraído mi atención desde el primer momento. Gordinflón y con una perenne sonrisa plagada de dientes, compartía cierto parecido con el Gato de Cheshire de Lewis Carroll, y no paraba de dirigirse al hijo de Vicente para recordarle que, si España ganaba el Mundial, todos ellos tendrían que bañarse en pelotas esa misma noche en la playa de la Caleta. El muchacho, de unos catorce años, era disminuido psíquico, pero los amigos de su padre lo trataban como si fuese uno más de ellos, con un cariño sincero y honesto como pocas veces he visto. Todos allí eran así. El propio Vicente, por ejemplo, se acercaba cada dos por tres a su mujer muy poco atractiva para abrazarla y besarla como abraza y besa un apasionado adolescente a su primera novia. Debían llevar casados cerca de veinte años, y sin embargo no parecían haber perdido aún esa chispa, ese «swing», como diría Manuel Vicent, que envuelve con su manto los primeros meses del enamoramiento y que después se va diluyendo, por lo general, de manera inexorable.

--------Yo, sentado junto a mi padre frente a la gran pantalla de plasma, no podía evitar sentir que éramos meros espectadores casuales de un espectáculo que no iba dirigido a nosotros, y no me refiero, evidentemente, al partido, el cual, por supuesto, también nos era ajeno. Eran aquellos pescadores, aquellos hombrecillos bajitos, humildes y ruidosos, que no paraban de reír y cantar. ¿Qué diablos les ocurría? Aún tardé unos minutos hasta que por fin lo comprendí: lo que les ocurría es que eran felices. Brutos, simples y elementales, pero felices. Y buenas personas además. ¿Cuál sería su secreto? Difícil es saberlo, pero, según me pareció, poco tenía que ver con el partido, al que, con tanto alboroto, apenas prestaban atención. Cuando España por fin se hizo con la victoria, mi padre pagó la cuenta y nos marchamos, pasando de nuevo a través de la pequeña puerta de la taberna.

--------Días después, paseando solo por Cádiz cual Robinson urbano, traté de encontrar de nuevo aquella minúscula puertecilla de Imaginarium bajo el singular letrero de «Bar 606», pero no hallé rastro de ella por parte alguna. Ni de la puerta, ni del cartel descolorido ni de los peculiares pescadores. Debido a la agitación del día de la final, ni mi padre ni yo nos fijamos en la calle, y en el casco antiguo son todas muy parecidas. Por más que busqué después, sólo encontré bares corrientes repletos de gente corriente, y nada parecido a lo de aquel día. Sin embargo, todavía en algunas ocasiones, cuando el silencio de la noche es tal que permite que el rumor de las olas llegue hasta mi casa, albergo la sospecha de que en realidad son Vicente y sus amigos, que chapotean desnudos en la Caleta celebrando su particular conquista de la felicidad. Quién sabe.