viernes, 31 de agosto de 2012

Parada Lucero- Metro de Madrid

Huele a plástico inflamado de aliento y pisadas. Pisadas sintéticas que no sé hacia dónde van. Todas iguales y distintas. El caucho parece que da forma al pasillo, al asiento y a las barras de metal; a los libros de la gente que se distrae. A las letras blancas que se marginan ellas solas en la pared. El mismo olor que se concentra en todos los huesos. Huele a amianto.

Y cuando me percato ya no hay pasillo. Sólo una biblioteca de caras y espíritus. Que no se tocan.

miércoles, 22 de agosto de 2012

El catálogo de errores



Ahora no sentía que le llamase nadie. Pensó, con una desgana de niño, cuántas gotas estarían cayendo sobre su cuerpo: quizás la gota que ha sacado un azul más oscuro en sus pantalones vaqueros ahora mismo sea la numero cuarenta y dos; es posible que fuera esta, que le resbala por la mejilla. También podría ser esta, o esta. Solo quería disfrutar del comienzo de la lluvia con los codos apoyados sobre el respaldo. Quien lo hubiera visto en aquel momento, si fuese alguien del pueblo, se habría parado en medio de la plaza ladeando la cabeza y habría pensado que esa postura era propia de una persona que no tenía nada que perder o que había tenido que perder demasiado y ya no venía al caso. Nadie hubiese reparado en que ese gesto, esa postura a medio camino entre la independencia y la amenaza era su acto de rebeldía, su contribución física a la sociedad con la que desafiaba la soledad de los bancos, de la plaza y del mundo.
Abrió los ojos. Las gotas parecían que le indicaban el camino hacia el cielo, solo que bajaban. Bajaban hacia abajo. ¿Cómo iban a indicarle el camino si bajaban hacia abajo? En ese momento apareció Patrick.                                                                             
‒Hola como estás, Juan.
‒¿Por qué me llamas Juan? Yo no me llamo así. Cada vez me llamas de una manera distinta. Estás loco. ‒replicó Juan.
‒¡Qué cosas tienes, Pablo! ‒dijo la misma voz a su derecha con cierta ironía incrédula.
‒Déjalo ya  ‒susurró Pablo entre la lluvia.
No quería volver la cara para verle, cerró los ojos. Pero en una sombra escurridiza de madriguera se deslizó en su mente la imagen de un hombre alto, vestido con un traje negro, su paraguas y su maletín. Un maletín de cuero, tan de cuero que podía olerse a esta distancia bajo la lluvia. Su pose correcta, inmutable, de unos cincuenta años era incluso cómica y sombría, tan cómica y sombría como una partida de ajedrez entre dos ciegos que se lo tomaran bastante en serio, pensó. Si, ya lo recordaba, sería un hombre ridículamente escuálido, tan ridículamente escuálido con su traje negro, su maletín que olía a cuero, su paraguas y su pose cómica y sombría de jugadores de ajedrez ciegos, que imaginarlo parecía imposible. Así que abrió los ojos y se incorporó.
‒Cuánto tiempo sin verte, ¿qué has estado haciendo? —ahora Pablo intentaba verle la cara, el paraguas se lo impedía.
‒Bueno ya sabes, no me gusta estar siempre en un mismo sitio. Por el contrario a ti te encanta, ¿no?
‒No es eso. Este sitio me ayuda a pensar. —respondió volviendo la cara hacia el frente.
‒Pensar, pensar, creo que piensas demasiado, Mateo.
‒Sí; es algo que tú no haces mucho. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
Patrick se acercó, ya estaba a menos de un metro del banco. Comenzó a llover aún más fuerte. Mateo recordó que ese tipo de gotas parecían sacadas de un plató de película. Hacía poco había visto un Making off que decía que las gotas que se utilizaban en Hollywood eran un setenta por ciento más grandes que la lluvia normal para que la sensación al filmar fuese más realista. Lluvia de Hollywood, lluvia hollywoodiense, todo un lujo para una localidad como Valcarlos.
‒Un poco fuerte recordar nuestro último encuentro de esa manera, ¿no? Vaya, cómo se las gasta Mateo Sagasta. ‒cerró el paraguas, apoyó el maletín entre los dos y se sentó.
La lluvia caía desde los balcones arrastrando el polvo, los insectos y las pequeñas ramas de los árboles se filtraban en los caños de los patios, en las piscinas de los chalets, en la alcantarilla, un poco más adelante del banco, frente a la estatua de la plaza.
‒¿Alguien se ríe de tus bromas estúpidas?¿ De esos juegos de palabras estúpidos? ¿En el trabajo? ¿En la oficina? ¿En algún sitio? ‒aún Mateo no se atrevía a mirarle a los ojos. Mantenía la vista clavada en la estatua de la plaza. Se rió. Era de Mateo Sagasta
‒No, porque ya no trabajo ‒carraspeó en un tono seco‒. Me acaban de despedir, y ahora tengo todo el tiempo del mundo para hacer lo que más quiero.
‒¿Y qué es lo que más quieres?
‒¿Acaso no lo sabes, Lucas? ‒respondió Patrick volviendo la cara hacia él.
Lucas abrió la boca para reprenderle por el nuevo cambio de nombre, pero vio que no tenía sentido. Estaba concentrado en hacer algo que había conseguido con el pensamiento del recuento absurdo de gotas, olvidar otro recuento muy distinto: el recuento de los minutos para meterse la mano en el bolsillo y mirar de nuevo el móvil. Pero era inútil. Un recuento por otro no era tan sencillo. Sacó el móvil y con un gesto melodramático y estudiado encendió la pantalla. No le importaba lo más mínimo que se le mojase.
‒No me llama ‒dijo Lucas para sí, mirando la pantalla iluminada de gotas. Le gustaba esa foto. La había tomado su madre. En la pantalla aparecía él sujetando un escudo viejo en una feria medieval de no recordaba dónde.
‒Vaya contradicción. ¿Quién no te llama?
‒Julia, sabes de sobra quién es.
‒Vaya, parece que Lucas es un patoso con las mujeres, como aquel personaje de la Warner, ¿te acuerdas? Yo lo veía en mis tiempos, cuando comencé en la empresa.
‒ ¿De quién hablas?
‒Aquel pato que siempre estaba pegándose con el conejo. ¿No te diste cuenta de que casi todos los personajes de la Warner tenían su variante femenina menos ese pato? Bugs Bunny tenía una conejita preciosa, incluso Helmer Gruñon se encontraba siempre con alguna tía que la hacía más o menos caso, ¿por qué no el pato? Era un patoso con las otras patas no hay otra explicación.
Lucas seguía mirando la pantalla del móvil.
‒En realidad, esos dibujos eran muy violentos —reflexionó Patrick— si existiera ese pato en la realidad no podría hacer todas las cosas que hace en la pantalla de la televisión. Recuerdo una escena en la que el conejo, oh dios, no soportaba al conejo, le tiraba un frisbee con dientes de sierra. El pato se metió la cabeza entre los hombros y esquivó el golpe. Si eso ocurriera en la realidad seguramente le hubiera cortado la cabeza como un melón. Sería divertido verlo. Supongo que la violencia a veces es divertida, que forma parte de nosotros, de la historia, siempre y cuando no nos afecte directamente. Siempre que la podamos controlar y manipular. ¿Ves?,  la Warner tiene a Bugs Bunny y nosotros los toros, los ingleses el rugby y los islámicos la Guerra Santa.
Patrick se metió la mano en el bolsillo empapado de su chaqueta y sacó una pitillera de plata.
‒¿Te hace? ‒dijo mientras le tendía un pitillo goteando.
‒¿Vas a fumar ahora? Te digo que no consigues que el cigarro se mantenga encendido dos minutos. Está diluviando.
‒Venga hombre, ya sé que está todo mojado y que en vez de parecer un cigarro parece un  ci Guarro” pero acéptalo.
‒Estás loco, no vas a encender eso en la vida. Además ‒dijo mirándole a la cara directamente‒ sabes que no fumo.
Su cara no había cambiado desde la última vez que lo vio. Lucas se preguntaba por qué no se habría quitado sus gafas de sol redondas un día como este. Del sombrero le chorreaba agua empapando el maletín de cuero que descansaba entre los dos. Le tendía el tabaco. Era  una imagen un poco siniestra. Demasiadas certezas tenía Lucas de cosas que en cierta manera desconocía de Patrick. Tres certezas para ser exactas. Una Certeza Palpable, una Certeza de Espíritu y una Certeza Inmutable. Detrás de las gafas, la Certeza Palpable de unos ojos seguros de sí mismos como si pudieran ver el pasado, el presente y el futuro; todo al mismo tiempo. Este tipo de certeza, la Palpable, le sobrecogía en raras ocasiones y momentos muy puntuales. No recordaba si le había visto sonreír, ni bailar, ni pasarlo bien, pero tenía la Certeza de que muchas de sus arrugas eran de haber sonreído, si ahora no lo hacía era porque había padecido algún tipo de trauma. Esta era la certeza menos común, porque la Certeza de Espíritu era algo más que la alegría; era un equilibrio, un arrojo de impulso de incomprensibles emociones que veía en poca gente y que hacía que sonrieran felices. Era riesgo y plenitud, alguien que sonrie porque es consciente de las cosas importantes. Y ahora mismo la sentía en Patrick, aunque no sonreiera. Por último, tenía la Certeza Inmutable de que si le hubiera golpeado la cara allí mismo la expresión de sus ojos no habría cambiado. Esta, la Certeza Inmutable, era permanente. Y por eso le daba miedo.
‒Baftima ‒dijo Patrick con el cigarro en la boca mientras se llevaba la mano a un bolsillo trasero para buscar el mechero ‒penfé que algo habría canfiado en estos dos meses.
Patrick encendió el cigarro y comenzó a fumar. Lucas lo miraba de reojo preguntándose cómo diablos lo hacía y porque este tipo siempre tenía tanta suerte. Soltó el aire del tabaco y comenzó a hablar.
‒Como te decía Tomás, la violencia está en el ser humano como tantas otras cosas, es lo que ayuda a cambiar. Se puede negar, de hecho se hace, pero está en nuestra naturaleza. Los hombres nacen, se casan tienen hijos, no se plantean grandes dudas existencialistas. Todos estos ejemplos que te he puesto son justamente eso o maneras de cambiar o espectáculos que nos hacen recordar que hay maneras de cambiar. Todo se mueve de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, siempre cambiando de diferentes maneras y causas. En todos los aspectos. La naturaleza misma está llena de ejemplos simbólicos. Un ejemplo biológico son las ganas de follar. De cambiar el ritmo, la aceleración, del frío al calor, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. ¿Me escuchas?
Lucas no escuchaba, estaba tratando de averiguar por qué Julia no le llamaba aunque ya sabía la respuesta. Los menús interactivos de los móviles pueden ser un laberinto de alivio y desesperación cuando no se sabe qué esperar. Un pixel cambia imperceptiblemente de color, percibimos movimiento y una gota cae en la pantalla.  Si hubiera estado escuchando hubiera dicho que todo era una grandísima estupidez, que no tenían nada que ver cada ejemplo que había puesto con el anterior y que para decir este tipo de cosas es mejor callarse. Y después hubiera vuelto al móvil.
‒Eso es por lo que no te llama Julia y por eso por lo que quieres que te llame. Ese movimiento de vaivén que mueve al mundo. Se puede llamar amor, poder, o como quieras, a mí me gusta llamarlo voluntad.
‒Vaya como se nota que eres publicista, hablas muy bien cuando quieres ¿No es eso  lo que se dice cuando no has entendido nada de lo que ha dicho la otra persona?
‒Vamos, es simple y a la vez complicado.
No conocía esa faceta tuya. Desde cuando te has vuelto tan filosófico. Pero no, yo se la razón de por qué no me llama.
La lluvia comenzó a apretar oportunamente, ahora debían gritar para escucharse.
‒¡Es porque soy gordo! Soy gordo y además tengo paletas y unas orejas horribles y me huelen los pies. ¡Me huelen los pies y además me lavo los dientes dos veces al día solo!
Hubo un silencio, el agua no arreciaba y caía con la misma intensidad aplastante de oxigeno de verano.
 ‒¡¿Dos veces solo?! ‒gritó Patrick contrariado, cuando ya no pudo aguantar más.
‒Sí, dos veces.
‒Lo de ser gordo Marcos, tiene solución. Puedes salir a correr o apuntarte a un gimnasio. Las paletas y las orejas se pueden operar. El olor de pies se puede combatir. ¿Has probado las plantillas de Devorolor? Son muy buenas, un amigo del trabajo las usaba, incluso dice que son cómodas. Pero con los dientes tenemos un problema ‒le dio una calada más al cigarro mientras arqueaba los ojos pensativo‒. Es triste cuando alguien no quiere estar cerca de ti por la manera que tienes de ser. Porque no hay nada que puedas hacer para remediarlo. No puedes cambiarte a ti mismo, ni tampoco cambiar a los demás. Eso no sería saludable en ningún caso. No, no, José. No debes lavarte los dientes dos veces más por nadie.
‒Pareces un predicador con tanta habladuría y ese traje negro. No te equivoques, no quiero que me consueles. Solo quería enseñarte que es mucho más fácil que toda esa historia del vaivén universal.
‒¿Consolarte? No lo hago ‒este era uno de los momentos en los que José tenía la Certeza de Espíritu de que Patrick estaba riendo, aunque no hubieran arrugas, ni dientes amables‒. Todo se reduce a una atracción física, en cierta manera me estás dando la razón.
La lluvia mantenía su curso, aunque amainó un poco.
‒Creo que voy a llamarla ‒dijo José mientras levantaba la cabeza del móvil.
‒Haces bien, Felipe.
‒No, creo que no voy a llamarla.
‒Haces bien también.
Felipe dudo por un momento. Ahora veía como una persona con un chubasquero negro corría por la plaza. Seguramente estaba buscando un lugar donde guarecerse de la lluvia, por la complexión parecía una chica. Tenía un bastón de madera que terminaba en unas Vieiras atadas con una cinta roja. Se refugió en un portal de la plaza justo  frente al banco.
‒Tú qué harías‒ Dijo mirando al cielo con la esperanza de que alguna gota se le colara en un ojo. No ocurrió.
‒¿Sinceramente? No preguntarme a mí, no hay nada que pudiera decirme a mí mismo que no supiera ya. Mira a ése, Simón. Un caminante del Camino. Seguramente ni siquiera cree en Dios.
Simón, Simón ‒se rascó la barbilla mientras le daba una calada al tabaco empapado‒. Dónde he oído ese nombre antes. ¡Ah!, es el nombre de un zumo muy famoso. Recuerdo el anuncio cuando el muchachito llamaba a su primo para que le pegase a los niños. Hasta en el anuncio de un zumo existe la violencia. Una violencia necesaria que se acepta porque es justa…. ¿No es irónico? Ponte fuerte para vencer a los que son más fuertes que tú.
‒¿Vas a hacer un repaso por todos los ejemplos televisivos que te encuentres?
‒¿Y esa hostilidad? Ah bien, estábamos con tu tema amoroso. Yo no te puedo ayudar, pero soy bueno haciendo preguntas, Santi. A veces lo que necesitas son preguntas y no respuestas.
‒¿Preguntas?
‒Si, por ejemplo: ¿por qué miras todo el tiempo el móvil como un gilipoyas? Esa sería una buena pregunta.
Santi observaba a la chica del portal, aunque no la veía bien a causa de la lluvia, se estaba escurriendo el pelo, una melena rubia larguísima. Sintió cariño hacia ella, un cariño irracional, escurridizo, erizado; de niños. Y a pesar de que sabía que era un cariño irracional, escurridizo y también erizado, y también de niños, no había nada que le hubiera gustado más que correr, empaparse, llegar hasta el porche y abrazarla bajo la lluvia.
‒Claro que no siempre es el momento adecuado para hacer preguntas o hacérselas a los demás. A la gente no le gusta preguntarse ni que les pregunten a menos que sepan la respuesta de antemano. De hecho, me echaron de la catequesis por preguntar demasiado: empecé preguntando por qué antes se hacían milagros y ahora no, como podría ser que Dios echara del paraíso a Adan por comer una manzana, me parecía ridículo, o quién fue la mujer de Cain. ¡Vaya! ¡Otro ejemplo de violencia! Cuando llegue al instituto me echaban de las clases también por preguntar demasiado: preguntaba por qué la señorita tenía un cardenal en el cuello, cómo era posible que las raíces cuadradas tuvieran esa forma y no estuvieran bajo tierra  o de qué estaba hecho el puré de patatas del comedor. Y ahora le ha tocado el turno al trabajo.
‒Y que has hecho para que te echen.
‒Ser Yo, supongo.
‒Si te han echado del trabajo…‒susurró todavía mirando a la chica escurrirse el pelo‒ ¿Por qué llevas maletín?
‒¿Cómo? Pues para llevar cosas; cosas importantes. Un maletín se usa para llevar cosas.
‒¿Cosas importantes?
Ahora le estaba mirando a la cara. Era uno de esos momentos raros en los que Andrés percibía la primera certeza, la Certeza Palpable de los ojos que lo veían todo sin decir nada, detrás de las gafas empapadas y opacas. Alargó el brazo derecho y lo mantuvo así, goteando sobre el cuero mientras le miraban las gafas oscuras de Patrick.
‒Ahí, Judas, que eres un Judas ‒dijo mientras apartaba el maletín con la mano‒ Si querías saber lo que había por qué no me lo has dicho antes, pero te advierto que lo que hay aquí es de mucho valor para mí. Ten cuidado, Bartolomé.
Patrick cogió el maletín, dibujó su forma para quitarle el agua de encima. Metió dos llaves en las cerraduras que parecían bañadas en oro.
‒Vale, ya está abierto ‒le tendió el maletín medio abierto y éste lo recogió.
‒Pero creo que deberías tomar una decisión sobre qué hacer con esa chica.
En sus manos tenía un fino maletín que acarició resbalando con el agua. Comenzó a abrirlo. Una gota volvió gris el blanco, otra cayó muy cerca de la primera. Era un folio lo que asomaba por la rendija del maletín de cuero de Patrick. Lo abrió definitivamente, cogió el contenido con una mano. Le pareció que eran unos cien folios en blanco. Se estaban mojando.
­‒¿Esto? ¡Pero si son folios en blanco! ‒gritó con los folios en la mano.
‒No son folios en blanco. Son 42 folios en blanco, y se están mojando.
­­‒¿Qué tiene de especial esto?
‒Bueno al menos te estás haciendo preguntas, normalmente cuando se lo enseño a alguien me miran con cara de locos o les dan ataques de risa. Se están mojando Bartolome….
‒¡Que me importa a mí que se mojen! ¡Tengo otros problemas como para pensar en tus estúpidas bromas! Volvió a meter los folios en el maletín y lo cerró con fuerza. La chica estaba recogiéndose el pelo.
‒No es una broma. O tal vez sí. El hecho es que estamos aquí sentados bajo la lluvia hablando. ¿Cuántas posibilidades hay de que haya ocurrido esto, en este mundo? Recogió el maletín de la manera que le parecía a Bartolomé que lo hacía, con una ternura infinita.
‒Con que haya una basta ‒imaginó Bartolomé.
‒Hum, hum…Creo que se me han agotado los nombres.
Patrick se levantó y quedó de pie en el banco un momento. Recogió el paraguas y el maletín y dio un salto al suelo en un charco de agua enorme que mojó aún más a Bartolomé.
‒¿Por qué inventas nombres estúpidos? ¿Cuántas veces te tengo que decir que me llamo…?, me llamo… La voz se diluyo en un aullido de agua.
‒¿Cómo te llamas? ‒susurró Patrick mientras abría el paraguas.
‒Me llamo…
No recordaba su nombre. Era algo inaudito. Comenzó a sentir un terror dentro del pecho parecido a una jaula de hadas rojas, esas hadas que había visto en una portada de un libro de fantasía y que le parecían hirientes, algo que quemaba las entrañas hasta la incisión de tejidos y brechas. Era una pesadilla. No, no era una pesadilla porque la chica se estaba mirando los zapatos.
‒Adiós, niño sin nombre.
Adiós era una palabra muy triste, eso era siempre lo que decía su madre. Recordó que tenía otra cosa en el bolsillo: era un pequeño bote. Lo tocó con los dedos primero y lo agarró con fuerza después.
‒Si te tomas la medicación todo irá mejor ‒dijo con desgana Patrick.
‒Si me tomo estas pastillas todos pensaran que estoy loco, porque la gente te juzga por lo que haces y no por lo que eres.
‒¡Pero querido amigo! ¿No lo habías notado? Todos están locos en este mundo. Este es un mundo de locos donde cada loco intenta parecer cuerdo. Todos los locos tienen su mundo y viven en él conforme a sus propias reglas. Uno se convierte en loco cuando tiene que elegir, enamorarse, luchar, sufrir, vivir. Este mundo es de los locos, de los que ahorran toda su vida para comprarse una casa, de los que están enamorados, de los que no apuestan porque tienen un trauma familiar, de los adictos al trabajo, de los esquizofrénicos, de los paranoicos, de los que tienen trastornos de personalidad y de los psicólogos. Pero el caso es que para mí están locos y lo saben. Porque loco es un término como fracaso o verdad, algo que no existe y está en todas partes: en las hojas, en la lluvia y hasta en este banco. ‒hizo un gesto con los dos dedos sobre la frente.
‒Te diría que te cuidaras pero no lo harás. Puedes esperar.
‒Adiós.
Se quedó solo. No quería ver como se alejaba Patrick, pero no pudo resistir la tentación de mirar. Le recordó a una escena propia de El Exorcista: una calle azulada, un hombre escuálido con un paraguas y un maletín y lo que ahora era llovizna. Aún conservaba el móvil en la mano derecha, mientras que con la otra agarraba el bote en el bolsillo. Le sorprendió la chica, que comenzó a correr y también se perdió en la lluvia.
Volvió la vista hacia arriba ¿Cómo iban a enseñarle el camino si bajaban hacia abajo? No tenía sentido. Quizá esta sería la gota cuarentaytres desde que terminó de contar. No lo sabía. Sacó el bote, se tomó una pastilla alargada apretó el botón y se llevó el móvil al oído. La lluvia había parado.
‒¿Julia? Soy…soy…soy, Yo.
Mientras hablaba comenzaba a sentirse mucho mejor. Ahora las nubes empiezan a despejarse dominadas por ese viento de caricia que te inunda las plantas blancas de los pies después de la lluvia y que le dejan ver en un charco, bajo el banco, un algo; un gesto de un gesto mientras alguien habla como él y se mueve como él: con el móvil mientras articula con la mano; y reconocen en el otro, en cada mitad, que lo que ven ambos no es algo, ni siquiera un gesto de un gesto, es una sensación; una sensación bien conocida de dos que se esfuerzan por recordar pero que no pueden, perplejos mientras se miran a los ojos. Y se sorprenden al unísono con una sonrisa de complicidad cuando los dos llegan a la conclusión de que, sin duda, esa sensación es lo que ambos llamaban una certeza, una Certeza de Espíritu.

                                                                                                                                 
                                                                                                                   Jesús Albarrán Ligero